Creo no equivocarme al afirmar que existe el convencimiento generalizado de que las tunas son grupos de jóvenes universitarios que tienen la diversión por bandera, la música por norte y la picardía rebosante por todas partes. Con ser todo esto cierto, tengo para mí que no es toda la verdad que las tunas encierran.
En sus orígenes, las tunas estaban formadas por los muchachos menos adinerados, que deambulaban por las calles y mesones cantando y pasando el platillo.
Así obtenían algún dinero para costear sus estudios y comer caliente. Estamos, por tanto, frente a una tradición medieval que, sin apenas cambios, ha llegado hasta nuestros días con su vitalidad intacta. Pocos fenómenos de carácter cultural y festivo han recorrido tanto trecho y, además, sin cambios sustanciales. Es difícil encontrar mayor mimo en el mantenimiento de una tradición.
Hay que felicitarse porque las tunas, que pronto cumplirán en nuestro país ocho siglos de existencia, sigan vivas y sin ofrecer síntoma alguno de agotamiento. Certámenes como el que desde hace años se celebra en el Barrio del Carmen, de trayectoria ejemplar, ayudan sin duda a mantener encendida esta llama secular.
Debo manifestar mi satisfacción por el nombramiento de Madrina de la presente edición del Festival de Tunas. En primer lugar, porque me permite ser partícipe de una manifestación cultural cargada de historia y vínculos con un pasado remoto. Y en segundo término, aunque no menos importante, porque me permite saldar una deuda de gratitud con el Barrio del Carmen, del que he sido vecina durante algunos años y en el que he pasado muchos momentos felices.